Investigadora BUAP defiende al maíz originario sobre los transgénicos

Quien ingresa a su área de trabajo puede percibir su cuidado y respeto hacia la naturaleza; especialmente, hacia una de las especies vegetales que más asocia a sus orígenes: el maíz.


 

Y es que Sonia Silva Gómez exhibe ordenadamente sobre su librero y escritorio algunas mazorcas de las 41 razas que México posee -de un total de 50 que hay en el mundo.

 

Para la doctora en Estrategias para el Desarrollo Agrícola Regional, por el Colegio de Postgraduados, este cereal -considerado alimento supremo de los mexicanos desde tiempos prehispánicos- es un regalo de la naturaleza y al ser estudiado no debe disociarse de su dimensión social.

Ahí, en su cubículo del Departamento Universitario de Desarrollo Sustentable, del Instituto de Ciencias de la BUAP, presume que ha participado en la recolección de 110 variedades nativas de las 10 razas ubicadas en el estado de Puebla, encontradas en cinco municipios: Calpan, Atlixco, Huaquechula, Santa Isabel Cholula y Tianguismanalco.

Al recordar los paisajes de su infancia, árboles, huertos y campo, nada similares a los entornos urbanos a los que tuvo que acostumbrarse, la investigadora con más de 20 años al servicio de la BUAP habla sobre su relación con el maíz y la enraizada dicotomía en el estudio de este alimento.

Sugiere estudios integrales: “cada raza y variedad se relacionan con las prácticas agrícolas domésticas de un pueblo o una cultura en particular. Si desaparece una variedad, desaparece un pueblo y viceversa”.

Una prueba del vínculo del maíz con la diversidad cultural es la variedad gastronómica que se deriva de este alimento, pues según la investigadora, en México se preparan casi 600 platillos con maíz. Negar este cereal sería prescindir del pozole, tortillas, tostadas, chalupas, tamales, atole, quesadillas, esquites…

Desde el México prehispánico, ya las cosmovisiones de los pueblos mesoamericanos integraban al maíz como un elemento fundamental en su dieta y vida. Su vínculo con este cereal llegaba más lejos que ahora, pues era visto incluso como la materia con la que fueron creados los primeros hombres.

HACIA LA REVALORIZACIÓN DEL MAÍZ

Sonia Silva Gómez es de las pocas científicas sociales adscritas al ICUAP, el primer instituto de la Universidad, que hoy en día alberga principalmente investigaciones de ciencias exactas y naturales.

Su formación de antropóloga social y la relación constante con investigadores de estas áreas le han permitido realizar estudios interdisciplinarios, con el objetivo de reivindicar el papel del maíz en el mercado nacional y reconfigurarlo en la percepción de los mexicanos.

En ese camino, ha centrado sus esfuerzos en la certificación orgánica de tres variedades originarias de Puebla, para proteger su material genético, lograr que campesinos y productores defiendan los precios de sus mercancías sobre las importadas, y otorgarle el valor correspondiente al maíz originario, el abuelo genético de todos los transgénicos que actualmente se consumen.

Sin embargo, para que un alimento obtenga la certificación orgánica es necesario demostrar su pureza, es decir, que esté libre de contaminantes o sustancias ajenas.

Configurar el paquete de evidencias científicas que sustenten esta cualidad requiere de un arduo trabajo de campo y experimentación.

Durante esos esfuerzos, recuerda Sonia, se enfermó gravemente tras hurgar en residuos como basura, pues de éstos se obtiene información valiosa sobre los componentes de los alimentos consumidos en México.

Quizá de ahí nació su alergia hacia los productos procesados o modificados genéticamente.

Durante la entrevista, de uno de los cajones de su librero extrae una bolsa de plástico que a su vez contiene otra más pequeña. Ahí guarda distintos granos de maíz transgénico o híbrido.

Se sorprende al ver que aún se conservan pese al largo tiempo que han permanecido bajo su cuidado. “No es normal”, comenta. Por eso las resguarda así, evita que sus plantas y mazorcas naturales se contaminen con alguno de los químicos presentes en estos granos.

Mientras los muestra con precaución, platica sobre los hábitos de vida que le han ayudado a realizar sus actividades científicas, como los sacrificios hechos para concluir sus estudios de maestría, o situaciones que la llevaron a vivir tensiones familiares, pues no quería ser una de las mujeres que por el hogar declinan su vida profesional.

LA MUJER QUE PREFIERE LAS HERRAMIENTAS COMO REGALO

Sonia Silva cuenta que vivió su infancia en el campo. En compañía de su abuelo -a quien recuerda con agrado- pasaba largas horas rodeada de árboles, huertos y tierras de cultivo.

Ayudaba en algunas de las actividades agrícolas, de ahí su amor hacia los instrumentos de trabajo. “Si me vas a regalar algo, que sea alguna herramienta”, refiere.

Su energía, vitalidad y dinamismo al hablar y al gesticular, también se manifiestan en cada una de las empresas en las que se involucra. Desde sus proyectos de investigación científica, hasta sus actividades de gestión académica, son atendidas con especial y particular dedicación.

Para hacer de todo, Sonia se despierta desde temprana hora. En su escaso tiempo libre se encarga del cuidado de un huerto urbano instalado en la azotea de su casa, pues sólo así conoce totalmente lo que ingiere. Jitomates, lechugas y otros vegetales dan vida a su hogar.

“Si uno como académico sugiere prestar atención en las formas en las que se cultivan y producen los alimentos, sería una incongruencia que yo los consumiera sin el conocimiento, o peor aún, que a pesar de saber lo que contienen, los comiera deliberadamente”, enfatiza Sonia.

“La creciente producción de transgénicos e híbridos es resultado del paradigma del postmodernismo y del hedonismo”, dice.

Consciente de que los actuales esquemas económicos de la industria de alimentos obliga a las personas a renunciar a su soberanía alimentaria, la investigadora del ICUAP no pierde la esperanza de que, poco a poco, desde la academia, con pequeñas acciones, la sociedad tome las riendas y defienda su derecho a elegir lo que come.

Esto, en oposición a las empresas que monopólicamente destruyen y contaminan los recursos naturales con el argumento de garantizar alimentos “de calidad” a todos los habitantes del planeta.

“El punto es que las personas conozcan lo que comen. Si consumen una hamburguesa, sepan del trabajo que implica elaborarla, de la cantidad de agua desperdiciada para su producción, o del origen y calidad de los ingredientes que la componen”, explica con su taza de café en mano.

Con ese sueño comienza su día, confiando en que con la socialización de conocimiento, no sólo entre las “élites”, será posible corregir el camino.

 

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